¿Qué le ocurre a una mujer cuando su demanda de hijo la arrastra sin remedio? A veces el estrago. Sabemos que para una mujer la imposibilidad de tener un hijo puede tener efectos desgarradores. La promesa de la ciencia de procurarle uno cuando la biología no puede, así como las transformaciones en las configuraciones sociales, familiares y económicas que pueden convertir la adopción en un intercambio mercantil – como en el caso de los vientres de alquiler – tienen una incidencia especial sobre el real de la maternidad.
Sobre este sufrimiento femenino, Tamara Jenkins construye un relato en su película Private Life (2018) a caballo entre la ironía, la crítica y la desesperación, aunque también con destellos de amor, a través de unos personajes perdidos en el malestar de nuestra civilización. Si, como leemos en el texto de presentación del congreso PIPOL de Dominique Holvoet, “lo que revela el psicoanálisis lacaniano es que el deseo viene a recubrir un querer gozar particular, en este caso del hijo” [1], en esta película se muestra cómo se goza ya no del niño sino de la demanda de él, y los estragos que ello causa. En efecto, a tenor de las vidas que retrata, lejos quedan los tiempos en que la función del semblante fálico operaba como un nudo. Entonces, el deseo de un hijo podía realizarse o desplazarse, o ambas cosas, cuestión que, en ocasiones, tampoco ahorraba el sufrimiento del síntoma. En Private Life la demanda de un hijo llega a su caricatura. Principalmente cuando aborda cómo el deseo ha quedado cortocircuitado por la intervención de las técnicas de reproducción asistida. El niño, entonces, es un producto de las factorías de fertilización y el film exhibe impúdicamente lo más privado del ser que habla, sus deseos y sus fantasmas.
Private Life es también la historia de un matrimonio y sus desencuentros. La narración de los sucesivos intentos, todos fallidos, de tener un hijo es un buen relato sobre cómo la civilización contemporánea puede diluir el deseo en pura demanda. En ningún momento del film se llega a saber cómo llegaron, marido y mujer, a desear un hijo. Rachel, la protagonista, encarna una demanda que hace estragos. Richard, el marido, la acompaña obedientemente sin encontrar otra manera de calmar la desesperación de ella, más que poniendo su impotencia a su servicio.
Todo el film está recorrido por una sensibilidad especial a la hora de mostrar lo que llega a suceder cuando la demanda de hijo se dirige a un Otro—diverso y disperso— que cree que tiene con qué responder para colmarla, pero que —como no podría ser de otra manera— fracasa cada vez. El Otro de la demanda se encarna en los médicos y servicios de fecundación asistida, los servicios sociales de adopción, y ¡atención! otras mujeres, potenciales donantes de hijos u ovocitos. El marido, por su lado, en una patética representación del “antiguo combatiente,” parece haber perdido el combate sin ni siquiera haber entrado en él [2]. Si alguna vez hubo entre ambos un deseo de hijo, este quedo olvidado por los desencantos de la carrera en su búsqueda. Como Richard le espeta a Rachel con tono de desaliento: “Ya ni siquiera hacemos el amor.”
La incansable y devastadora búsqueda hace caer uno a uno los semblantes a los cuales se anuda el goce en el deseo de hijo: el padre, el falo, la filiación. Richard muestra enormes dificultades para ser padre en lo real, lo simbólico y lo imaginario. El deseo entre marido y mujer brilla por su ausencia. La filiación está puesta en cuestión cuando el matrimonio decide recurrir a una mujer joven—hija del hermanastro de él—para que sea la donante de óvulos. En una delicada escena se revela la confusión acerca de la maternidad del niño que ambas mujeres se imaginan.
Sin embargo, el amor y el deseo aparecen, aunque quizás no dónde se esperaba. Ciertamente, emergen a lo largo del film en la relación del matrimonio con la joven donante y, muy especialmente, entre ambas mujeres que se encuentran poniendo su cuerpo para la maternidad. Si hay don, entonces, no es el de un pedazo de cuerpo, sino el regalo que hacia el fin de la película el matrimonio ofrece a la joven, don de reconocimiento del sujeto que ella es y sus deseos. Y es que, amar es dar lo que no se tiene.
El relato de Tamara Jenkins muestra la divergencia, estructural sin duda, pero profunda en las formas de vida actuales, entre el goce que puede anudarse al amor y el goce del Uno solo. Private Life es el retrato de una civilización que se ordena a partir de la producción masiva de objetos-promesa de la satisfacción que haría falta, dejando al ser hablante a la intemperie de lo real: la vida, el sexo, la muerte.
Fotografía: ©Pascale Simonet – https://www.pascale-simonet.be/
[1] Dominique Holvoet, Presantación de PIPOL 10, disponible aquí.
[2] Jacques-Alain Miller, La naturaleza de los semblantes, Buenos Aires: Paidós, 2005. p. 145: “la adquisición del niño como don del hombre, después de lo cual a veces el hombre solo vale como antiguo combatiente”.